jueves, 10 de marzo de 2016

OBISPOS Y PROFESORAS DE MÚSICA


Una de las cosas que más recuerdo de mi experiencia como director de una escuela de música es la lucha por eliminar los exámenes y sustituirlos por audiciones públicas. Cuando creía que lo habíamos conseguido, descubrí con estupor cómo un grupo de profesoras organizaba exámenes clandestinos. No podían dejar su rol de juez, detrás de una mesa, siguiendo la pulsación de las obras que interpretaban los alumnos con golpecitos de lápiz en la mesa, y haciendo algún guiño de reprobación cada vez que las pobres criaturas se equivocaban en alguna nota.

Este hecho me ha venido a la memoria a raíz de la actitud del nuevo obispo de Barcelona y del mismo obispo de Roma respecto a las personas homosexuales o a las divorciadas vueltas a casar. Como las “profes” de mi escuela de música, los dos jerarcas querían fingir que los tiempos habían cambiado y que aceptaban las audiciones públicas en lugar de la tortura de los exámenes. El discruso de la misericordia vendría a ser como una audición en la que había una vivencia conjunta de los intérpretes y los espectadores, en la que nadie juzga a nadie y se crea una comunión artística.

Pero tras el discurso surge la naturaleza verdadera. Como las “profes”, los dos obispo no pueden evitar retomar su papel de juez, y tanto el uno como el otro invitan a las personas divorciadas o a las homosexuales “a pedir perdón y pasar por el confesionario”. Pero en el caso de las personas divorciadas, en un súmmum de cinismo, ni así pueden acercarse a comulgar.

Las nuevas generaciones de enseñantes de música tienen claro que los exámenes son una tortura innecesaria. Quiero creer que las nuevas generaciones de jerarcas cristianos llegará algún día en que se creerán de verdad aquello de “misericordia quiero y no sacrificios”, y que serán capaces de considerar a las personas homosexuales o a las divorciadas vueltas a casar como personas que amamos, hijos e hijas maravillosos de Dios. Pero mientras no llegan ahí, pasará como con los alumnos de música, que han huido en desbandada de un sistema de enseñanza basado más en el error que no en la vivencia jubilosa de la música. ¿Cuántas personas tendrán que huir de nuestras iglesias, o habrán de permanecer dolorosamente en ellas hasta que no lleguen las nuevas generaciones de jerarcas?


Los discursos y los “jubileos de la misericordia” no sirven de nada si no cambiamos el trasfondo. Tal como dice Laurence Freeman, el monje benedictino animador del movimiento de la Meditación Cristiana, “aprendemos repitiendo las prácticas que vemos, no los sermones que escuchamos”.

viernes, 15 de enero de 2016

MISERICORDIA E IGLESIA SON NOMBRES DE MUJER




El obispo de Roma decía a los religiosos y religiosas de Cuba: "Donde hay misericordia está el espíritu de Jesús. Donde hay rigidez hay sólo sus ministros ". Esto era domingo 20 de septiembre.

El día antes tuve el placer de participar en la celebración de la bendición de la nueva abadesa del monasterio de Sant Benet, en Montserrat. Ya desde antes de empezar saltaba a la vista la diferencia entre las monjas, por un lado, y los curas que iban llegando para concelebrar. No diré misericordia, pero si proximidad, espontaneidad y acogimiento cálido por parte de las monjas. Y una cierta rigidez y envaramiento por parte de los hombres.

En el presbiterio de Montserrat se hizo patente nuevamente la imagen que dio la vuelta al mundo, cuando el anterior obispo de Roma presidió la consagración de la Sagrada Familia: un numeroso grupo de hombres de edad provecta adornados con todo tipo de signos de poder (gorras, sombreros, vestidos largos y llamativos, bastones ...) y las mujeres, que oportunamente vestidas de negro, aparecieron para servir, para limpiar el altar del aceite que había derramado el señor mayor más poderoso.

Es verdad que las mujeres en Montserrat ocupaban mayoritariamente el coro y el presbiterio, pero su papel fue de testigos pasivos de lo que ejecutaron los hombres. ¡Y los gestos! La nueva abadesa se postró a los pies del obispo y le prometió obediencia. Sin sumisión no había bendición. Una buena amiga teóloga me hacía notar al salir que los únicos que ocuparon el espacio y caminaron procesionalmente fueron los hombres, y las tres monjas, que a mí me hicieron la impresión de avanzar hacia el patíbulo. Las otras mujeres, la comunidad a la que debía servir la abadesa, esperaron sentadas en su lugar. No sea que ocuparan demasiado espacio simbólico si llegaban en procesión (eran más ellas que los hombres).

El futuro es mujer. El futuro de la iglesia también. Los hombres haríamos bien en abandonar las dinámicas de poder, las rigideces y los envaramientos, que ya hemos visto qué resultado han dado, al mundo y a la iglesia. Miremos la fuerza de la proximidad, la ternura, la calidez y la acogida profunda que nos ofrecen las mujeres. Y, como dice la regla de San Benito, todos juntos, "con el corazón ensanchado, corramos por la vía de los mandamientos de Dios en la inefable dulzura del amor".